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15 mar 2021

CARNE QUEMADA, de Rosa Montero

 La encontraba bien, incluso muy bien. Mejor que cuando estaban juntos. Se había puesto lentillas. ¿Por qué demonios no usó lentillas antes, mientras vivieron juntos? Entonces llevaba unas gafas redondas, gafitas de progre, que le sentaban bastante mal. Ahora Luisa le estaba contemplando minuciosa y desapasionadamente con sus bonitos ojos, esos ojos que tan bien se le veían gracias a las lentes de contacto.

—Estás igual— dijo al fin la mujer, dando por terminado el escrutinio. Y su tono frío y un poco desdeñoso, daba a entender otro mensaje: no estás igual, pero te has ido deteriorando en la manera que yo había previsto.

Andrés suspiró.

—Tú, por el contrario, has cambiado. Estás muy guapa.

—O sea, que antes, cuando estábamos juntos, me encontrabas horrible— respondió Luisa con una crueldad innecesaria. Porque ella sabía bien que no fue así.

—Mujer, cómo eres...— se quejó él, sintiéndose torpe y demasiado pánfilo. Nunca había

sabido mantenerse a la altura de las bromas ácidas de Luisa.

La cafetería empezaba a llenarse con los empleados de las oficinas cercanas, vociferantes grupos en busca del plato combinado del almuerzo. Tras la barra, los cuatro camareros se afanaban con gesto tenso y preocupado: parecían soldados dispuestos a defender su precaria posición ante el inminente asalto de una horda de enemigos hambrientos. Con el barullo, los camareros debían de haber olvidado un filete que habían puesto en la parrilla: la carne humeaba malamente y había empezado a arder por un costado.

—¿Cómo dices?— preguntó Andrés, elevando la voz por encima del ruido.


—Que puedes seguir quedándote con el apartamento. No hace falta que cambiemos el contrato a tu nombre, porque te subirían la renta. Y también te puedes quedar con la nevera, y con la tele, y con el video. Yo no lo necesito.

Claro que no lo necesitaba. Para eso tenía la casa, y la nevera, y la tele, y el video, y la cama, y los brazos del otro. Y encima Luisa se creería que él le iba a dar las gracias. Le engañaba y le abandonaba como a un perro y encima pretendía que él le diera las gracias por cederle la mitad conyugal de un video viejo.

Gracias—dijo Andrés.

—No hay de qué, es lo lógico—contestó ella, repentinamente animada y con expresión alegre.

Tan alegre que hacía daño mirarla. Andrés volvió el rostro. Al otro lado de la barra, el pedazo de carne ardía ya abiertamente con grandes y chisporroteantes llamaradas.

—Mira, no se han dado cuenta y se les está abrasando ese filete—dijo Andrés con una sonrisa. Le aliviaba haber encontrado una razón por la que sonreír.

Entonces vieron cómo se acercaba un camarero a la parrilla, cómo retiraba el llameante pedazo de carne a un lado, cómo extinguía el incendio con unos cuantos golpes hábilmente propinados con la paleta.

Luego sirvió el carbón en un plato con lechuga y patatas fritas, salió del mostrador, atravesó el local en derechura hacia ellos y depositó el plato delante de Andrés. Era la hamburguesa que él había pedido.

—Pues sí que... —farfulló éste.

Pero el camarero ya se había ido, reclamado por la avalancha de clientes. Andrés escudriñó el plato con atención: La hamburguesa, achicharrada y consumida, parecía un pedazo de antracita. Alzó el rostro: desde el otro lado de la mesa, Luisa le contemplaba con ojos de hielo. Andrés carraspeó, cogió el tenedor, cortó un pedacito de la bola negra.

En el corazón de la hamburguesa se podía ver aún un pequeño residuo de carne rosa.

—Pues mira, no está mal— dijo Andrés, masticando vigorosamente la dura corteza churruscada.

—No me puedo creer que te vayas a comer esa porquería... —exclamó ella

—De verdad que no está mal. Lo quemado le da un sabor así como... ¿Quieres probarlo?

Luisa sacudió la cabeza con expresión de asco. Y le miraba, oh, sí, cómo le miraba. Le contemplaba con ese gesto suyo de desdén y censura. Andrés continuó engullendo la hamburguesa con el mismo talante suicida con que se tomaría un frasco de barbitúricos.

—Sigues igual...—Luisa; y se entendía que quería decir: estas aún peor. —Sigues igual...

¿Por qué no has devuelto esa cosa? ¿Por qué te resignas y te la tomas? Así te va en la vida...

Y quería decir: así fracasaste, así me perdiste, así me metiste en la cama de otro. Pero no era verdad. Se metió ella sola. Antes, cuando vivían juntos, Luisa se arreglaba mucho menos. Y nunca pensó en ponerse lentillas. Se ve que no se sentía en la necesidad de conquistarle.

—¿Y cómo me va en la vida? Estoy estupendamente —se irritó Andrés.

Por un instante pareció que Luisa se disponía a contestarle; pero luego la mujer se recostó en el respaldo y cerró los ojos con gesto cansado.

Cuando volvió a abrirlos su mirada era triste, casi dulce. Esto era aún peor.

—Si, tienes razón. Perdona, Andrés. Perdona. Es mi manía de ordenarle la vida a todo el mundo. Bueno, me parece que tengo que irme. Te llamaré cuando me diga algo el abogado.

En un instante había recogido sus cigarrillos, su encendedor, su bolso, y ya estaba de pie.

Siempre fue muy rápida. Andrés también se puso de pie y la besó con torpeza en ambas mejillas. Unos besos ligeros, rutinarios: a fin de cuentas, él estaba incluido ahora, para ella, en la ingente categoría de “todo el mundo”.

—Hasta pronto

La vio alejarse hacia la puerta con su taconeo rápido y airoso. Un par de ejecutivos se volvieron para contemplarla. Cuando vivían juntos, pensó Andrés, no se arreglaba tanto.

Llevaba el pelo de otro modo, y las gafas de progre. Cuando vivían juntos estaba más fea. Pero, aún así, tuvo que confesarse Andrés mientras roía la última corteza carbonizada de la hamburguesa, aún así, la había amado.

 Que lo disfruten,

Carmen

1 comentario:

Enrique Quintana dijo...

Muchas gracias por compartir. Me encanta éste cuento de Rosa Montero.