Montones
de veces —y a mi pedido— mi inolvidable tío Tomás me contó esta historia
"de miedo" cuando yo era chica y lo acompañaba a pescar ciertas
noches de verano. Me aseguraba que había sucedido en un pueblo de la provincia
de Buenos Aires. En Pergamino o Junín o Santa Lucía... No recuerdo con
exactitud este dato ni la fecha cuando ocurrió tal acontecimiento y
—lamentablemente— hace años que él ya no está para aclararme las dudas. Lo que
sí recuerdo es que —de entre todos los que el tío solía narrarme mientras
sostenía la caña sobre el río y yo me echaba a su lado, cara a las estrellas—
este relato era uno de mis preferidos. — ¡Te pone los pelos de punta y —sin
embargo— encantada de escucharlo! ¿Quién entiende a esta sobrina? —me decía el
tío—. Ah, pero después no quiero quejas de tu mamá, ¿eh? Te lo cuento otra vez
a cambio de tu promesa...
Y entonces yo volvía a prometerle que guardaría el
secreto, que mi madre no iba a enterarse de que él había vuelto a narrármelo,
que iba a aguantarme sin llamarla si no podía dormir más tarde cuando —de
regreso a casa— me fuera a la cama y a la soledad de mi cuarto. Siempre cumplí
con mis promesas. Por eso, esta historia de manos —como tantas otras que
sospecho eran inventadas por el tío o recordadas desde su propia infancia— me
fue contada una y otra vez. Y una y otra vez la conté yo misma —años después— a
mis propios "sobrinhijos" así como — ahora— me dispongo a contártela:
como si —también— fueras mi sobrina o mi sobrino, mi hija o mi hijo y me
pidieras: —¡Dale, tía; dale, mami, un cuento "de miedo"! Y bien. Aquí
va: Martina, Camila y Oriana eran amigas amiguísimas. No sólo concurrían a la
misma escuela sino que —también— se encontraban fuera de los horarios de las
clases. Unas veces, para preparar tareas escolares y otras, simplemente para
estar juntas. De otoño a primavera, las tres solían pasar algunos fines de
semana en la casa de campo que la familia de Martina tenía en las afueras de la
ciudad. ¡Cómo se divertían entonces! Tantos juegos al aire libre, paseos en bicicleta,
cabalgatas, fogones al anochecer... Aquel sábado de pleno invierno —por
ejemplo—lo habían disfrutado por completo, y la alegría de las tres nenas se
prolongaba —aún— durante la cena en el comedor de la casa de campo porque la
abuela Odila les reservaba una sorpresa: antes de ir a dormir les iba a enseñar
unos pasos de zapateo americano, al compás de viejos discos que había traído
especialmente para esa ocasión. Adorable la abuela de Martina. No aparentaba la
edad que tenía. Siempre dinámica, coqueta, de buen humor, conversadora. Había
sido una excelente bailarina de "tap"1. Las chicas lo sabían y por
eso le habían insistido para que bailara con ellas. — ¿Por qué no lo dejan para
mañana a la tardecita, ¿eh? Ya es hora de ir a descansar. Además, la abuela no
paró un minuto en todo el día. Debe de estar agotada. La mamá de Martina trató
—en vano— de convencerlas para que se fueran a dormir a las cuatro y no sólo a
las niñas, porque la abuela tampoco estaba dispuesta a concluir aquella jornada
sin la anunciada sesión de baile. Así fue como —al rato y mientras los padres,
los perros y la gata se ubicaban en la sala de estar a manera de público— la
abuela y las tres nenas se preparaban para la función casera de zapateo
americano. Afuera, el viento parecía querer sumarse con su propia melodía:
silbaba con intensidad entre los árboles. Arriba —bien arriba— el cielo, con
las estrellas escondidas tras espesos nubarrones. La improvisada clase de baile
se prolongó cerca de una hora. El tiempo suficiente como para que Martina,
Camila y Oriana aprendieran —entre risas— algunos pasos de "tap" y la
abuela se quedara exhausta y muy acalorada. Pronto, todos se retiraron a sus
cuartos. Alrededor de la casa, la noche, tan negra como el sombrero de copa que
habían usado para la función. Las tres nenas ya se habían acostado. Ocupaban el
cuarto de huéspedes, como en cada oportunidad que pasaban en esa casa. Era un
dormitorio amplio, ubicado en el primer piso. Tenía ventanas que se abrían
sobre el parque trasero del edificio y a través de las cuales solía filtrarse
el resplandor de la luna (aunque no en noches como aquella, claro, en la que la
oscuridad era un enorme poncho cubriéndolo todo). En el cuarto había tres camas
de una plaza, colocadas en forma paralela, en hilera y separadas por sólidas
mesas de luz. En la cama de la izquierda, Martina, porque prefería el lugar
junto a la puerta. En la cama de la derecha, Camila, porque le gustaba el sitio
al lado de la ventana. En la cama del medio, Oriana, porque era miedosa y decía
que así se sentía protegida por sus amigas. Las chicas acababan de dormirse
cuando las despertó —de repente— la voz del padre. Terminaba de vestirse
—nuevamente y de prisa— a la par que les decía: —La abuela se descompuso. Nada
grave —creemos—, pero vamos a llevarla hasta el hospital del pueblo para que la
revisen, así nos quedamos tranquilos. Enseguida volvemos. Ah, dice mamá que no
vayan a levantarse, que traten de dormir hasta que regresemos. Hasta luego.
¿Dormir? ¿Quién podía dormir después de esa mala noticia? Las chicas no, al
menos, preocupadas como se quedaban por la salud de la querida abuela. Y menos
pudieron dormir minutos después de que oyeron el ruido del auto del padre,
saliendo de la casa, ya que a la angustia de la espera se agregó el miedo por
los tremendos ruidos de la tormenta que —finalmente— había decidido
desmelenarse sobre la noche. Truenos y rayos que conmovían el corazón.
Relámpagos, como gigantescas y electrizadas luciérnagas. El viento, volcándose
como pocas veces antes. — ¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo! —gritó Oriana, de
repente. Las otras dos también lo tenían pero permanecían calladas, tragándose
la inquietud. Martina trató de calmar a su amiguita (y de calmarse, por qué
negarlo) encendiendo su velador. Camila hizo lo mismo. La cama de Oriana fue
—entonces— la más iluminada de las tres ya que —al estar en el medio de las
otras— recibía la luz directa de dos veladores. —No pasa nada. La tormenta
empeora la situación, eso es todo —decía Martina, dándose ánimo ella también
con sus propios argumentos. —Enseguida van a volver con la abuela. Seguro
—opinaba Camila. Y así —entre las lamentaciones de Oriana y las palabras de
consuelo de las amigas más corajudas— transcurrió alrededor de un cuarto de
hora en todos los relojes. Cuando el de la sala —grande y de péndulo— marcó las
doce con sus ahuecados talanes, las jovencitas ya habían logrado tranquilizarse
bastante, a pesar de que la tormenta amenazaba con tornarse inacabable. Las
luces se apagaron de golpe. — ¡No me hagan bromas pesadas! —chilló Oriana—¡Enciendan
los veladores otra vez, malditas! —y asustada, ella misma tanteó sobre las
mesitas para encontrar las perillas. Sólo encontró las manos de sus amigas,
haciendo lo propio. — ¡Yo no apagué nada, boba! —protestó Camila. — ¡Se habrá
cortado la luz! —supuso Martina. Y así era nomás. Demasiada electricidad
haciendo travesuras en el cielo y nada allí —en la casa— donde tanto se la
necesitaba en esos momentos... Oriana se echó a llorar, desconsolada. — ¡Tengo
miedo! ¡Hay que ir a buscar las velas a la cocina! ¡Hay que bajar a buscar
fósforos y velas! ¡O una linterna! —"¡Hay que!" "¡Hay que!"
¡Qué viva la señorita! ¿Y quién baja, ¿eh? ¿Quién?—se enojó Camila—. Yo, ¡ni
loca! — ¡Yo tampoco! —agregó Martina—. Esta Oriana se cree que soy la
Superniña, pero no. Yo también tengo miedo, ¡qué tanto! Además, mi mamá nos
recomendó que no nos levantáramos, ¿recuerdan? Oriana lloraba con la cabeza
oculta debajo de la almohada. —Buaaaah... ¿Qué hacemos entonces? ¡Me muero de
miedo! Por favor, bajen a buscar velas... Sean buenitas... Buaaah... Martina
sintió pena por su amiga. Si bien eran de la misma edad, Oriana parecía más
chiquita y se comportaba como tal. Se compadeció y actuó —entonces— cual si
fuera una hermana mayor. —Bueno, bueno; no llores más, Ori. Tranquila... Se me
ocurrió una idea. Vamos a hacer una cosa para no tener más miedo, ¿sí? —
¿Q--ué..? —balbuceó Oriana. —¿Qué cosa? —Camila también se mostró interesada,
lógico (aunque seguía sin quejarse, el temor la hacía temblar). Martina
continuó con su explicación: —Nos tapamos bien —cada una en su cama— y
estiramos los brazos, bien estirados hacia afuera, hasta darnos las manos.
Enseguida, lo hicieron. Obviamente, Oriana fue la que se sintió más amparada:
al estar en el medio de sus dos amigas y abrir los brazos en cruz, pudo sentir
un apretoncito en ambas manos. — ¡Qué suertuda Ori!, ¿eh? —bromeó Camila.
—Desde tu cama se recibe compañía de los dos lados... —En cambio, nosotras...
—completó Martina— sólo con una mano... Y así —de manos fuertemente entrelazadas—
las tres niñas lograron vencer buena parte de sus miedos. Al rato, todas
dormían. Afuera, la tormenta empezaba a despedirse. Gracias a Dios, la abuela
ya se siente bien —les contó la madre al amanecer del día siguiente, en cuanto
retornaron a la casa con su marido y su suegra y dispararon al primer piso para
ver cómo estaban las chicas—. Fue sólo un susto. Como —a su regreso— las niñas
dormían plácidamente, la abuela misma había sido la encargada de despertarlas
para avisarles que todo estaba en orden. ¡Qué alegría! —Así me gusta. ¡Son muy
valientes! Las felicito —y la abuela las besó y les prometió servirles el
desayuno en la cama, para mimarlas un poco, después de la noche de nervios que
habían pasado. —No tan valientes, señora... Al menos, yo no... —susurró Oriana,
algo avergonzada por su comportamiento de la víspera—. Fue su nieta la que
consiguió que nos calmáramos... Tras esta confesión de la nena, padres y abuela
quisieron saber qué habían hecho para no asustarse demasiado. Entonces, las
tres amiguitas les contaron: —Nos tapamos bien, cada una en su cama como
ahora... —Estirarnos los brazos así, como ahora... —Nos dimos las manos con
fuerza, así, como ahora... ¡Qué impresión les causó lo que comprobaron en ese
instante, María Santísima! Y de la misma no se libraron ni los padres ni la
abuela. Resulta que por más que se esforzaron —estirando los brazos a más no
poder— sus manos infantiles no llegaban a rozarse siquiera. ¡Y había que correr
las camas laterales unos diez centímetros hacia la del medio para que las
chicas pudieran tocarse —apenas— las puntas de los dedos! Sin embargo, las tres
habían —realmente— sentido que sus manos les eran estrechadas por otras, no
bien llevaron a la acción la propuesta de Martina. — ¿Las manos de quién???
—exclamaron entonces, mientras los adultos trataban de disimular sus propios
sentimientos de horror. — ¿De quiénes??? —corrigió Oriana, con una mueca de
espanto. ¡Ella había sido tomada de ambas manos! Manos. Cuatro manos más aparte
de las seis de las niñas, moviéndose en la oscuridad de aquella noche al
encuentro de otras, en busca de aferrarse entre sí. Manos humanas. Manos
espectrales. (Acaso ——a veces, de tanto en tanto— los fantasmas también tengan
miedo... y nos necesiten...)
Que lo disfruten,
Carmen
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