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5 jul 2020

PERRA SUERTE, Gervasio Noailles



El perro, Tito y yo caminábamos por la banquina. Era verano y el sol lastimaba y había que hablar a los gritos para tapar el ruido de los autos que traían y llevaban turistas a la costa. Habíamos ido con tito a cazar sapos al estanque de las afueras del pueblo, donde encontramos al perro de la vieja Figueres. Desde que había muerto su marido, la vieja andaba con el perrito de arriba para abajo. Era un cusquito feo, de esos a los que les sobra pelo en unas partes del cuerpo y les sobra en otras. El perrito debía estar perdido, porque cuando lo llamamos vino corriendo, como si creyera que le íbamos a llevar con su dueña, como si todavía no supiera qué iba a pasar en el camino.
Como el agua del estanque estaba más podrida que otras veces y había sapos a la vista, decidimos volver al pueblo con el perro. El pueblo estaba partido al medio por la ruta. De un lado habían quedado la escuela, la iglesia y la comisaría. Del otro lado estaban la sala de primeros auxilios, la intendencia y el almacén. Era un lugar en el que nunca pasaba nada. Los viejos esperaban para y los chicos esperábamos el momento en que por fin pudiéramos irnos a la ciudad.
Caminábamos los tres por la banquina. Cuando los autos dieron una pausa, crucé corriendo la ruta y empecé a llamar al perrito.





El animal miró a Tito como pidiendo permiso para cruzar. Yo llamé al perro con más convicción hasta que corrió hacía mí. El bocinazo del camión nos asustó a los tres y escuchamos un insulto que se alejaba a toda velocidad por la ruta.
El perrito llegó hasta mí, corriendo como si fuera a encontrarse con su ser más querido. Yo jugué con él, lo mimé, le palmeé el lomo y le grité a Tito: Dale, llamalo.
Cuando Tito comenzó a silbarle el perro me miró. Yo le grité: ¡Vamos! Y amagué a correr hacia Tito. Di un paso y me detuve para ver cómo el perrito cruzaba la calle corriendo. Un auto blanco tuvo que frenar para no golperlo.
Tito se agarraba la cabeza y abría la boca, pero no gritaba, como cuando la pelota pega en el travesaño y te tenés que aguantar las ganas de festejar el gol que no fue.
El perro llegó hasta donde estaba Tito. Desde el otro lado, entre el ruido de los autos, yo escuchaba el ladrido como de contento. Tito le mostró un palo al perro y lo tiró a mi lado de la ruta. El perro corrió a toda velocidad tras su presa.
Yo imaginaba un golpe seco, como mucho un aullido o un gemido, pero no. El perro se volvió a salvar. Solo que esta vez, el auto, en lugar de frenar, pegó un volantazo y se cambió de carril y chocó de frente contra un colectivo enorme lleno de turistas.
El ruido fue raro, como de fierros que golpean bajo el agua. Al colectivo se le hundió la trompa. El auto dio un par de tumbos hasta quedar volcado en la banquina, del lado en que estaba Tito. Los vidrios se habían roto, las ruedas seguían dando vueltas y cerca del auto había quedado acostado un chico. Estaba boca abajo, no le pudimos ver la cara, pero tenía todo el cuerpo doblado, en una posición muy incómoda. Tienen esas zapatillas que tienen una suela enorme, de las que usan en las películas y eran de color rojo y negro.
Del colectivo se bajó un gordo grandote. Debía ser el chofer porque usaba corbata. Tenía la cara llena de sangre. Cuando llegó hasta el auto se puso a gritar Dios mío, Dios mío, Dios mío, y se tapaba la cara con las dos manos.
De pronto había mucha gente. Los pasajeros del colectivo se habían bajado y caminaban al costado de la ruta, algunos tenían sangre en la cara o en la ropa y otros vomitaban. Varios autos habían parado para ayudar, algunos pedían a gritos una ambulancia, otros tomaban fotos. Al rato, vinieron los bomberos del pueblo de al lado y hasta cámaras de televisión.
Los periodistas nos buscaban a Tito y a mí porque éramos los únicos testigos del accidente. No hizo falta que nos pusiéramos de acuerdo para decir la verdad a medias. El auto se había cruzado del carril y se había llevado puesto al colectivo. Cuando nos preguntamos que hacíamos en las afueras del pueblo, contamos que estábamos llevando al perrito a lo de la vieja Figueres. Una señora dijo que éramos dos ángeles y que no tendríamos que haber visto algo tan horrible.
La vieja Figueres se puso muy contenta cuando le devolvimos el perrito. Hacía un día que no lo veía y no sabía si podía seguir viviendo sin él. Mientras comíamos una torta de chocolate que la vieja nos hizo para agradecernos, vimos en la televisión la noticia del accidente. Mostraron un bulto cubierto con una frazada. Yo me di cuenta de que era el chico del auto porque se le veían las zapatillas negras y rojas, que estaban buenísimas. El perrito, Tito y yo aparecíamos en la tele. Fue excelente. Comer torta de chocolate mientras te ves en la tele. Así da gusto esperar hasta crecer para poder irse de este pueblo donde nunca pasa nada.

                                                   (Incluido en Nunca pasa nada, Bajo la Luna, 2014)



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