Parece
tan dulce y es feroz. Contemplen la sala: está llena de gente. Un tercio de esa
gente, haciendo un cálculo optimista, son personas que no me quieren bien.
Todos mis competidores, todos mis verdugos y todas mis víctimas. Llevo quince
años en la firma, los cinco últimos como director de personal: no ha sido fácil.
Pero de entre todos esos señores y señoras que me odian sé con certeza que la
peor es ella. Ella es mi mayor enemigo. Estoy muy seguro de lo que digo porque
la conozco bien: es mi mujer.
Y eso
que están presentes los más belicosos, los más tenaces de mis adversarios:
Donatella, la licenciada en Económicas con un master en Harvard que entró como
secretaria mía porque no encontraba trabajo con la crisis, y que un día me echó
lenta y deliberadamente un carajillo hirviendo en los pantalones porque yo le había
pedido que nos trajera unos cafés a la reunión de directores (¿y qué podía
hacer yo? Yo no soy culpable de la crisis. Y en la reunión estaba el director
general. Y se lo había pedido por favor). Zaldíbar, que me tiranizó los seis
años que fue mi jefe, firmando como suyos, sin yo saberlo, todos los informes
que le hice. Contreras, que aspiraba a mi cargo y perdió en la contienda,
ayudado en la derrota, probablemente, por el hecho casual de que yo me hubiera
hecho socio del mismo club de tenis que el director general, con quien llegué a
trabar cierta amistad a golpe de raqueta (no soy un santo, pero tampoco un
cerdo como Zaldíbar: digamos que estoy asentado en el más común y vulgar nivel
de indignidad). Pues bien, pese a estar presentes estos tres pesos pesados en
la hostilidad, ella sigue siendo el mayor enemigo que tengo en esta sala y en
el planeta. El hecho de estar casados sólo agrava la cosa. Duermo con ella, con
mi feroz enemiga, y en mis noches insomnes me parece escucharle rumiar, en el
silencio de sus sueños, ocultos planes de futuras venganzas.
Parece
tan dulce. Ahí está, al otro lado de la sala, apoyada en la pared con su
fingida y elegante desgana de siempre, hablando con alguien a quien no conozco:
mírenla, ahora se la ve bien entre la gente, las espesas aguas de la
concurrencia se han abierto un poco, creo que acaban de sacar los canapés
calientes y ha habido una súbita deriva de glotones hacia la puerta. Hay que
reconocer que se mantiene guapa: se toma su trabajo para ello, desde luego. Se
tiñe el pelo, se da masajes, hace gimnasia todo el día (quiero decir, siempre
que está en casa: es abogada y trabaja en un despacho laboralista), se llena la
cara de potingues, de mascarillas horrendas, de cremas apestosas; se mete en la
cama por las noches tan resbaladiza y aceitosa como un luchador de sumo en un
campeonato. En esto compruebo una vez más que es mi enemiga y puedo medir el
odio y el desapego que me tiene: tantos esfuerzos por mantenerse guapa ¿para
quién? Debe de ser para Donatella, para Contreras, para Zaldíbar. Para mí no
es, eso está claro: a mí me ofrece la tramoya del afeite, un gorro de plástico
en el pelo, un aspecto ridículo. No sé si lo hace por sadismo: para afrentarme
con su presencia. O si, lo que sería peor (lo que sospecho), lo hace
simplemente porque no me ve, porque no me tiene en consideración, porque no
existo. Muchas veces en mi vida, con diversas personas, me he sentido así, de
cristal transparente: pero no estar en su mirada, en la mirada de ella, es lo
más duro.
Cuando
estoy es peor. A veces me echa una desapasionada ojeada y dice:
-¿Por
qué no te compras el monoxinosequé ése, esa loción que se dan los hombres
contra la calvicie?
O bien:
-Deberías
cuidarte un poco más.
No
parecen frases muy crueles, pero tendrían que oír el tono. Y la imagen de mí
mismo que me ofrecen sus ojos. Estoy allí, en el fondo de las pupilas de ella,
pequeñito por todas partes, más pequeñito aún de lo que sé que soy, con mi
calva incipiente y mi barriga incipiente y mi derrota incipiente. Y entonces no
le digo a mi mujer que llevo años frotándome la coronilla con minoxidil sin
mejoría apreciable, y que en el secreto de mi cuarto de baño (tenemos dos, uno
cada uno) hago abdominales, y que lo peor es que intento cuidarme y que la
ruina incipiente de mi aspecto es el pobre resultado de todos mis desvelos.
Para disimular, hago como que no me interesa nada mi apariencia física, como
que desdeño esas banalidades. Es un viejo recurso que he usado desde la
infancia: pretender que no me importa aquello en lo que he fracasado. Pero sé
que mi mujer sabe mi truco. Y también sabe que yo sé que ella lo sabe. Es
humillante. Mi mujer es mi mayor enemigo porque me humilla.
Quizá
no es culpa suya. Quizá todo esto sea también tan duro para ella como lo es
para mí. Al principio no fue así: al principio yo me miraba en ella y veía un
dios. Sé que me quiso con locura. Lo sé, aunque no lo recuerdo: hoy me es tan
difícil imaginarla enamorada de mí que, si no guardara todavía algunas
arrebatadas cartas suyas, y, sobre todo, si no tuviera como prueba principal el
hecho inaudito de que acabó casándose conmigo, creería que todo había sido
producto de mi imaginación. Recuerdo, eso sí, que un día se apagó su mirada
como se apaga la luz de un reflector. Y entonces yo dejé de estar bajo los
focos y ya no volví a ser jamás el protagonista de esa mala película.
Las
mujeres son así. O al menos muchas mujeres, sobre todo las que son apasionadas,
como ella. Son terribles porque lo quieren todo. Porque no se conforman. Porque
en el fondo pretenden encontrar al Príncipe Azul. Y cuando creen haberlo
hallado, se emparejan; pero al cabo de unas semanas, de unos meses, de unos
años, una mañana se despiertan y descubren que, en lugar de haberse estado
acostando todas esas noches con el Príncipe, en realidad lo han estado haciendo
con una rana. Lo peor es que entonces desprecian a la rana y abominan de ella,
en vez de aceptar las cosas tal cual son, como yo mismo he hecho. Porque
también mi mujer es mitad batracia, como todos; pero a mí no me importa,
incluso me gusta. A veces, por las noches, mientras ella duerme en nuestra cama
común (que es un desierto), yo la vigilo agazapado en la penumbra, esperando el
prodigio. Suspira ella, se agita entre sueños, unta de crema de belleza toda la
almohada; yo escruto a mi mujer atentamente, la veo un poco rana, algo verdosa,
me atrevo a ponerle una mano en la cintura, ella ronronea sin despertar, como
si le gustase; me acerco más, me cobijo en la noche, aquí estamos los dos
siendo otra vez uno, compañera de charca al fin aunque sea dormida. Entonces me
duermo yo también en esa postura inverosímil; y al cabo de un instante de
plácida negrura alguien me sacude, me despierta. Es ella, que está erguida
sobre un codo, contemplándome de cerca, la cabeza levantada como una cobra. La
cobra mira a la rana y dice:
-Roncas.
Ya estás roncando otra vez. Date la vuelta.
¿Por
qué sigo con ella? Parece tan dulce a veces, sobre todo cuando está callada,
cuando está ensimismada en otra cosa: será por eso. ¿Y ella por qué sigue
conmigo? Es una pregunta que no me atrevo a contestarme. Sé que soy una decepción
para ella: incluso lo soy para mí mismo. Sé que me falta pasión, vitalidad,
empuje. Que no hablo apenas, que soy introvertido y aburrido. Sé que mi mujer
se desespera cada vez que me ve pasar las horas delante del televisor absorto
en unos programas que por otra parte aborrezco. Un día, hace ya años, era un
domingo por la tarde y estábamos viendo una película en el vídeo, mi mujer
bostezó, se estiró y se me quedó contemplando pensativamente:
-Quién
sabe, quizá sea esto todo lo que hay -dijo con lentitud-: Es como cuando dejas
de creer en Dios en la adolescencia, cuando un día te das cuenta de que no hay
cielo ni hay infierno y que esto es todo lo que hay.
Dicho
lo cual se levantó del sofá y se puso a hacer pesas furiosamente en un rincón
de la sala: para qué, para quién. Si esto es todo lo que hay, a qué viene tanta
gimnasia.
Mírenla: está todavía guapa, ya lo sé. Quizá se arregle para Zaldíbar. Para Contreras. Para Donatella. O quizá para ese hombre con el que lleva tanto rato hablando y que no sé quién es. Tal vez a mi mujer se le hayan vuelto a encender los faros de sus ojos y esté mirando a ese tipo con la luminosa mirada del enamoramiento, que siempre es la misma y siempre parece nueva. No quiero ni pensarlo. Antes, hace años, era celoso. Ahora tengo tantas razones para serlo que no puedo permitírmelo.
Mírenla: está todavía guapa, ya lo sé. Quizá se arregle para Zaldíbar. Para Contreras. Para Donatella. O quizá para ese hombre con el que lleva tanto rato hablando y que no sé quién es. Tal vez a mi mujer se le hayan vuelto a encender los faros de sus ojos y esté mirando a ese tipo con la luminosa mirada del enamoramiento, que siempre es la misma y siempre parece nueva. No quiero ni pensarlo. Antes, hace años, era celoso. Ahora tengo tantas razones para serlo que no puedo permitírmelo.
Ese
estruendo que acabamos de escuchar de algo que se rompe definitivamente no fue
mi corazón, contra todo pronóstico, sino que me parece que ha sido un trueno.
Sí, ahora truena otra vez, y a través de las ventanas se ve un cielo tan negro
como el futuro. A ella le dan miedo las tormentas. Un miedo pueril que es parte
de su cuota de rana, de imperfecta. Mírenla: ya se ha puesto nerviosa. Ha
vuelto la cabeza hacia los balcones, baila el peso de su cuerpo de un pie a
otro, se cambia el vaso de mano. Está buscando a alguien con los ojos. A mí. No
quiero ser pretencioso, pero me parece que es a mí. Sí, ya me ha visto.
Me
mira. Me sonríe. Es una sonrisa que nadie ve: un fruncir muy pequeñito de los labios
por abajo. Sólo yo sé que ella está sonriendo. Sólo yo conozco esa sonrisa. Y
yo le digo: «No te preocupes, ya sabes que en las ciudades siempre hay buenos
pararrayos.» No se lo digo con la boca, pero ella entiende igual, desde el otro
lado de la sala, lo que le he dicho. Esto es lo más cerca que estamos de la
eternidad y del amor.
Recuerdo
momentos. Buenos momentos. Los tengo guardados en la memoria para los
instantes de mayor desaliento. Recuerdo cuando enfermé de gravedad con la
neumonía y ella estaba tan fresca y tan serena en el incendio de mi fiebre, sus
manos arropándome, entendiéndome y perdonándome como las manos de la
Providencia. Recuerdo este invierno, cuando nevó y se cortó el fluido
eléctrico: a la luz de las velas nos vimos distintos e hicimos el amor como si
nos deseáramos, mientras los copos se asomaban sin ruido a la ventana. Recuerdo
las canciones que cantamos juntos en el viaje de vuelta de Barcelona, mientras
conducíamos por la autopista a través de la noche: y lo que nos reímos.
Escuchad el ruido: está diluviando. Ahí afuera llueve, en la intemperie. Es una
noche desabrida y cruel, una oscuridad inacabable. Ella vuelve a mirarme, en la
distancia. Entre toda la gente que hay en la habitación, me mira a mí. Afuera
cae del negro cielo una lluvia de desgracias y dolores, de cánceres, fracasos,
soledades; de envejecimientos, de miedos y de pérdidas. Y yo aprieto los
dientes y aguanto el chaparrón, y sé que quiero a mi enemiga con toda mi
voluntad, con toda mi desesperación. Con lo mejor que soy y con mi cobardía.
Que lo disfruten,
Carmen
Rosa Montero nació el 3 de enero de 1951 en Madrid. Desde pequeña, a
causa de la tuberculosis estuvo desde los cinco años hasta los 9 recluida en
casa, se dedicó a leer y escribir. Estudió periodismo y psicología mientras
colaboraba con grupos de teatro independiente como Tábano y Canon. En 1997 ganó
el I Premio Primavera de Novela por La hija del Caníbal. Lucía lleva más de
diez años con Ramón en una relación vencida por la monotonía cuando,
inesperadamente, éste desaparece sin explicación alguna. Tras denunciar el caso
a la policía, emprende una búsqueda que le llevará a conocerse mucho mejor y en
la que le ayudarán dos insólitos compañeros: Adrián, muchacho de turbador
atractivo, y Fortuna, un viejo anarquista cargado de recuerdos. Ha recopilado
sus cuentos de los últimos quince años y añadido algunos más en Amantes y
enemigos. Te trataré como a una reina. Barcelona: Seix Barral, 1983. Novela. La ridícula idea de no volver a
verte. Rosa
Montero leyó el maravilloso diario que Marie Curie comenzó tras la muerte de su
esposo ... Barcelona: Seix Barral, 2013. Novela. Ganadora del V Premio de la Crítica de
Madrid de Narrativa 2013
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