A
veces, la vida se comporta como un viento: desordena y arrasa. Algo susurra,
pero no se le entiende. A su paso todo peligra; hasta lo que tiene raíces. Los
edificios, por ejemplo. O las costumbres cotidianas.
Cuando
la vida se comporta de ese modo, se nos ensucian los ojos con los que vemos. Es
decir, los verdaderos ojos. A nuestro lado, pasan papeles escritos con una
letra que creemos reconocer. El cielo se mueve más rápido que las horas. Y lo
peor es que nadie sabe si, alguna vez, regresara la calma.
Así
ocurrió el día que se papá se fue de casa. La vida se nos transformó en viento
casi sin dar aviso. Yo recuerdo la puerta que se cerró detrás de su sombra y
sus valijas. También puedo recordar la ropa reseca sacudiéndose al sol mientras
mamá cerraba las ventanas para que, adentro y adentro, algo quedara en su
sitio.
–
Le dije a Ricardo que viniera con su hijo. ¿Qué te parece?
–
Me parece bien – mentí.
Mamá
dejó de pulir la bandeja, y me miró:
–
No me lo estás diciendo muy convencida…
–
Yo no tengo que estar convencida.
–
¿Y eso que significa? – preguntó la mujer que más preguntas me hizo en mi vida.
Me
vi obligada a levantar los ojos del libro:
–
Significa que es tu cumpleaños, y no el mío – respondí.
La
gata salió de su canasto, y fue a enredarse entre las piernas de mamá.
Que
mamá tuviera novio era casi insoportable. Pero que ese novio tuviera un hijo
era una verdadera amenaza. Otra vez, un peligro rondaba mi vida. Otra vez había
viento en el horizonte.
–
Se van a entender bien – dijo mamá -. Juanjo tiene tu edad.
La
gata, único ser que entendía mi desolación, salto sobre mis rodillas. Gracias,
gatita buena.
Habían
pasado varios años desde aquel viento que se llevó a papá. En casa ya estaban
reparados los daños. Los huecos de la biblioteca fueron ocupados con nuevos
libros. Y hacía mucho que yo no encontraba gotas de llanto escondidas en los
jarrones, disimuladas como estalactitas en el congelador, disfrazadas de
pedacitos de cristal. «Se me acaba de romper una copa», inventaba mamá, que, con
tal de ocultarme su tristeza, era capaz de esas y otras asombrosas hechicerías.
Ya
no había huellas de viento ni de llantos.
Y justo cuando empezábamos a reírnos
con ganas y a pasear juntas en bicicleta, aparecía un tal Ricardo y todo volvía
a peligrar.
Mamá
sacó las cocadas del horno. Antes del viento, ella las hacía cada domingo. Después
pareció tomarle rencor a la receta, porque se molestaba con la sola mención del
asunto. Ahora, el tal Ricardo y su Juanjo habían conseguido que volviera a
hacerlas. Algo que yo no pude conseguir.
–
Me voy a arreglar un poco – dijo mamá mirandose las manos. – Lo único que falta
es que lleguen y me encuentren hecha un desastre.
–
¿Qué te vas a poner? – le pregunté en un supremo esfuerzo de amor.
–
El vestido azul.
Mamá
salió de la cocina, la gata regresó a su canasto. Y yo me quedé sola para
imaginar lo que me esperaba.
Seguramente,
ese horrible Juanjo iba a devorar las cocadas. Y los pedacitos de merengue quedarían
pegados en los costados de su boca. También era seguro que iba a dejar sucio el
jabón cuando se lavara las manos. Iba a hablar de su perro con tal de
desmerecer a mi gata.
Pude
verlo por mi casa transitando con los cordones de las zapatillas desatados,
tratando de anticipar la manera de quedarse con mi dormitorio. Pero, aún más
que ninguna otra cosa, me aterró la certeza de que sería uno de esos chicos que,
en vez de hablar, hacen ruidos: frenadas de autos, golpes en el estómago,
sirenas de bomberos, ametralladoras y explosiones.
–
¡Mamá! – grité pegada a la puerta del baño.
–
¿Qué pasa? – me respondió desde la ducha.
–
¿Cómo se llaman esas palabras que parecen ruidos?
El
agua caía apenas tibia, mamá intentaba comprender mi pregunta, la gata dormía y
yo esperaba.
–
¿Palabras que parecen ruidos? – repitió.
–
Sí. – Y aclaré -: Plum, Plaf, Ugg…
¡Ring!
–
Por favor – dijo mamá -, están llamando.
No
tuve más remedio que abrir la puerta.
–
¡Hola! – dijeron las rosas que traía Ricardo.
–
¡Hola! – dijo Ricardo asomado detrás de las rosas.
Yo
miré a su hijo sin piedad. Como lo había imaginado, traía puesta una remera
ridícula y un pantalón que le quedaba corto.
Enseguida,
apareció mamá. Estaba tan linda como si no se hubiese arreglado. Así le pasaba
a ella. Y el azul les quedaba muy bien a sus cejas espesas.
–
Podrían ir a escuchar música a tu habitación – sugirió la mujer que cumplía
años, desesperada por la falta de aire. Y es que yo me lo había tragado todo
para matar por asfixia a los invitados.
Cumplí
sin quejarme. El horrible chico me siguió en silencio. Me senté en una cama. Él
se sentó en la otra. Sin dudas, ya estaría decidiendo que el dormitorio pronto
sería de su propiedad. Y yo dormiría en el canasto, junto a la gata.
No
puse música porque no tenía nada que festejar. Aquel era un día triste para mí.
No me pareció justo, y decidí que también él debía sufrir. Entonces, busqué una
espina y la puse entre signos de preguntas:
–
¿Cuánto hace que se murió tu mamá?
Juanjo
abrió grandes los ojos para disimular algo.
–
Cuatro años – contestó.
Pero
mi rabia no se conformó con eso:
–
¿Y cómo fue? – volví a preguntar.
Esta
vez, entrecerró los ojos.
Yo
esperaba oír cualquier respuesta, menos la que llegó desde su voz cortada.
–
Fue… fue como un viento – dijo.
Agaché
la cabeza, y dejé salir el aire que tenía guardado. Juanjo estaba hablando del
viento, ¿sería el mismo que pasó por mi vida?
–
¿Es un viento que llega de repente y se mete en todos lados? – pregunté.
–
Sí, es ese.
–
¿Y también susurra…?
–
Mi viento susurraba – dijo Juanjo -. Pero no entendí lo que decía.
–
Yo tampoco entendí. – Los dos vientos se mezclaron en mi cabeza.
Pasó
un silencio.
–
Un viento tan fuerte que movió los edificios – dijo él -. Y eso que los
edificios tienen raíces…
Pasó
una respiración.
–
A mí se me ensuciaron los ojos – dije.
Pasaron
dos.
–
A mí también.
–
¿Tu papá cerró las ventanas? – pregunté.
–
Sí.
–
Mi mamá también.
–
¿Por qué lo habrán hecho? – Juanjo parecía asustado.
–
Debe de haber sido para que algo quedara en su sitio.
A
veces, la vida se comporta como el viento: desordena y arrasa. Algo susurra,
pero no se le entiende. A su paso todo peligra; hasta aquello que tiene raíces.
Los edificios, por ejemplo. O las costumbres cotidianas.
–
Si querés vamos a comer cocadas – le dije.
Porque
Juanjo y yo teníamos un viento en común. Y quizá ya era tiempo de abrir las
ventanas.
Que lo disfruten,
Carmen
2 comentarios:
Precioso este cuento
Me encantó su final.
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