Salta de vez en cuando, sólo para
comprobar su radical estático. El salto tiene algo de latido: viéndolo bien, el
sapo es todo corazón.
Prensado en un bloque de lodo frío, el
sapo se sumerge en el invierno como una lamentable crisálida. Se despierta en
primavera, consciente de que ninguna metamorfosis se ha operado en él. Es más
sapo que nunca, en su profunda desecación. Aguarda en silencio las primeras
lluvias.
Y un buen día surge de la tierra
blanda, pesado de humedad, henchido de savia rencorosa, como un corazón tirado
al suelo. En su actitud de esfinge hay una secreta proposición de canje, y la
fealdad del sapo aparece ante nosotros con una abrumadora cualidad de espejo.
Que lo disfruten,
Carmen
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