Salieron a la calle a las diez y
treinta y dos minutos de una mañana de junio soleada, calurosa.
Como todos los sábados, se
separaron sin despedirse ante el portal de su casa. Él fue al garaje, a recoger
el coche, y ella se quedó esperando con la maleta, la nevera portátil, un cesto
de paja lleno de envases con comida preparada, la jaula del canario y el perro
de su marido.
A las diez y treinta y siete miró
el reloj. Su marido se estaría ajustando ya el cinturón. Aún no habían tenido
hijos. Él era partidario de disfrutar de la vida todavía unos años más.
A las diez y cuarenta y dos, el
coche no había salido del garaje, pero el perro se había meado en medio de la
acera. Ella lo miró con repugnancia. No le gustaban los perros y no entendía
por qué se retrasaba tanto su marido.
A las diez y cuarenta y nueve
empezó a sudar. Ya faltaría poco para poder freír huevos en el tejado de
pizarra de la casita que tenían en la sierra. Y la caravana de ida. Y la de
vuelta. Y los mosquitos. Y su suegra.