No existe otra manera
Entre el ojo y la mano hay un abismo
Jorge Boccanera
Inútil recordar. Lo tenía tan claro en el comienzo de su travesía. Sabe que ha salido a buscar algo importante; ha caminado por días y ahora la fiebre lo confunde. Recuerda vagamente el castaño profundo de los troncos de árboles altísimos, sus ramas color gris plateado, las siluetas temblorosas entre las piedras, y el cielo azul. Añora la humedad, los estuarios de los ríos que se apresuraban a los pantanales.
Camina por una altiplanicie escarpada; el viento es helado y la arena se adentra en cada paso en las llagas de sus pies. Un dolor punzante como espinas. Sí, recuerda las espinas de los arbustos que dejó atrás; se ha pinchado y ha sentido el sabor de su sangre en la boca; ahora está reseca y el calor y la fiebre lo enajenan. Si tan sólo hubiera venido con uno de sus hijos. Está solo, hace mucho tiempo que está solo.
Se detiene a descansar un momento. Cómo olvidarse por qué ha caminado tanto. Se le viene a la mente la madre de sus primeros hijos, tan lejana que no recuerda el color de su pelo. ¿Negro, castaño? Aparece la paleta multicolor de las cabelleras de todas las mujeres que lo amaron. Tan amado y tan solo. Se levanta y camina un trecho más: pasando la meseta encontrará lo que busca, lo sabe y sigue casi sin aliento ya.
No se equivoca; tras el horizonte, una gran bajada lo apura a un terreno lleno de gomeros, mangles y helechos. Los cálices de las orquídeas le dan agua y toma el fruto delicioso de las moreras. Escucha el canto de los pájaros y el bisbiseo de las serpientes. Está en terreno conocido: se lo dicen los gritos de los monos y la furiosa hermosura de las plantas carnívoras. El sol está desapareciendo por la hora y la espesura; se tiende a dormir en un lecho de raíces leñosas, tapizado de musgos.
De pronto aparece una mujer, ella lo acaricia con una piel más suave que la de sus mujeres; una tibieza dulce lo golpea como gotas de lluvia y comprende que es su madre, y es a ella a quien buscaba. La fiebre ha cesado, ya no siente cansancio.
El hombre la mira como si fuera la primera vez, no la recuerda tan hermosa; no la recuerda. Tiene tantas cosas para preguntarle; él ha olvidado todo y ella tendrá que decirle cómo fue su infancia, cantarle las canciones de cuna, repetirle los cuentos, confesarle qué frutos ponía a los potajes que lo hicieron fuerte y añoso. Quiere recuperarse a sí mismo ¿Por quién sino por su madre?
El hombre luego, contará su historia, esa que ha olvidado, a sus hijos que son abuelos y a los hijos que vendrán. Y les hablará de ella, su madre, que ahora le está acariciando la cara y secando las lágrimas. Tienen tanto tiempo para estar juntos y su cansancio es tan grande; se acurruca en su regazo, contra su pecho, como un niño, y se duerme. La ha encontrado.
El sol aparecerá al día siguiente por entre las hojas gris plateado de los árboles del paraíso y Dios, desde lo alto hablará: He cumplido contigo, Adán; te he dado en el último sueño lo que tanto me reclamabas.