Hoy voy a demostrarte que sí se cocinar. He comprado
un trozo de carne jugosa. Mientras preparo la cuchilla, me sirvo un vaso de
vino blanco, aunque para vos tengo un borgoña, que se confunde con el rojo de
la sangre que brota fértil, a medida que empujo en la carne la hoja filosa, y
la lastimo y la desgarro. La descarno en el centro para adobarla con laurel,
orégano, ajo, pimienta negra y nueces picadas.
Abandono
el trozo inmolado a merced del fuego del horno y el aroma que comienza a
escaparse, estimula mis papilas que apago con otro sorbo de vino.
Pongo música. Saco de la heladera los cuatro alcauciles que elegí con
sumo cuidado para el sacrificio, y los voy deshojando. El efecto del vino
alerta mi deseo, y en cada hoja que desfloro veo caer una prenda; quizás tuya,
tal vez mía. Llego al corazón del primero y ya estamos desnudos. A medida que
los voy acariciando en la fuente, mis manos rememoran cada parte de tu cuerpo.
Cubro estos corazones excitados con crema de queso, y el aroma ácido hace
que mi boca deguste la tuya. Otro sorbo de vino y ya te siento en mi monte de
Venus. La carne se cose a fuego lento y yo me arrebato en el calor de tus
brazos. Los espárragos, entre cada corazón, invitan a meterlos en la boca para
deshacerlos con la lengua, en un beso infinito.
Todo está listo, aunque falta un condimento.
Ese que es mi secreto. Pero todavía no es tiempo.