Pobre tía Lila con su vestido blanco, tan alta, tan
soltera. Un vestido en el que trabajaron las mejores costureras de las sierras
para plisarlo y darle esa forma de campana ondulante que tenía todas las tardes
tía Lila cuando nos llamaba desde la galería. Chicos, dejen ya esa pelota por
favor, y a lavarse las manos, a frotarse las rodillas, a limpiarse la nariz que
vamos a rezar. Un vestido que de tan plisado que era ella podía levantarlo o
moverlo para cualquier lado sin que se le vieran las rodillas; nunca se
acababan los pliegues, ni siquiera cuando tomaba las puntillas del ruedo y lo
alzaba hasta la altura de los hombros para ser un pavo real, o juntando las manos
sobre la cabeza, cerrándose allá arriba la campana para ser escarapela. O puro
remolino si bailaba, el vestido se abría girando como el remolino donde se
ahogó el tío Jacinto. Y qué manera de tener encajes y bordados; hilos de todos
los colores formando dos grandes mariposas en el pecho, repetidas en las mangas
cerradas en los puños con tiritas amarillas, todo encerrando a tía Lila en una
gran blancura.
Chicos, hoy nos vamos a Cosquín a visitar al tío Emilio.
A portarse bien, no llevar las hondas, no matar palomitas de la virgen ni
entrampar jilgueros. Portarse bien con el tío Emilio que es tan bueno y les
dará leche de cabra, pan con chicharrón y miel de sus panales. Mucho cuidado
queriditos, a ser juiciosos y prudentes en la casa del tío Emilio tan bueno,
tan hermoso.
Nada de cazar pájaros y clavarles agujas en los ojos,
miren que Dios puede castigarlos por eso y dejarlos ciegos para siempre.
Aprendan del tío Emilio que es tan bueno porque nunca mató pájaros ni les
pinchó los ojos con espinas. Por eso lo mejor es portarse bien y juntar berro y
peperina, chañar y piquillín para el tío Emilio, sin olvidarse por supuesto de
pedirle la bendición. ¿Y no podemos llevar la pelota? No, eso no, dice tía
Lila, porque entonces juegan y gritan demasiado, los gritos ponen nervioso al
tío Emilio y además espantan sus abejas.
Que Dios los bendiga, mis queridos, dice tío Emilio
tocándonos la cabeza. Y ahora vengan a ver mis flores, mis panales, mis
cabritos, mis melones, mis jaulas con Siete Colores, mis canteros de margaritas
y coronas de novia. No, gracias, tío Emilio, queremos ir un rato a la canchita.
Bueno, hijos, vayan con Dios pero no se junten con los negros, no se peleen ni
se insulten. No, nunca, tío Emilio, porque Dios está en todas partes y nos está
mirando siempre y desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos.
Desde la cancha hacemos señas a los negritos del
rancherío, que vienen como moscas. Che, ¿no tienen pelota ustedes? Podríamos
jugar un partidito. Qué van a tener pelota ellos. Pero hacen señas con los ojos
para que miremos el suelo, y ahí vemos un montón de sapos que han salido del
arroyo a buscar bichos, déle saltar por la canchita.
Lo lindo de esto es que la pelota ayuda, se gambetea
sola. Linda pelota saltarina para los buenos tiros de boleo. Lo malo es cuando
hay que cambiar de sapo. A veces te cortan en pleno avance diciendo che, esa
pelota ya no vale, ¿no ves cómo está la pobre?, ahora la pelota es ésta.
Entonces discutimos mucho, griterío, chicos, qué están haciendo en la canchita
por amor de Dios, llega la voz de tía Lila.
Carozo y Titilo han formado dos bandos. Yo en el arco de
Carozo, el Beto en el otro. Y hay cuatro negritos para cada equipo. Y un montón
de sapos, que en cierto modo también son jugadores, alternadamente; ellos, cuando
no son pelota, van saltando por la canchita como si jugaran; uno que sube y
otro que baja, saltando siempre, desde el arroyo hasta la casa de tío Emilio,
justamente hasta sus canteros de coronas de novias, todo es un latir de sapos.
En eso hay un pase alto de Titilo. Un negrito viene a la
carrera con intenciones de cabecear, pero justo a tiempo recuerda la calidad de
la pelota y entonces la para con el pecho, no la deja llegar al suelo, juega
bárbaro el negrito; la frena en la rodilla, la bailotea con la izquierda y tira
con la derecha a media altura y muy violento. Yo estoy bien colocado y embolso
sin problemas. Pero ahí nomás la suelto, la tiro para atrás por encima del
palo, está helada la pelota, córner gritan varios. Automáticamente voy a buscarla
cuando llega la voz de Titilo diciendo que la deje, ya no sirve. Y allá desde
el córner con las patas abiertas viene girando el otro sapo, la panza le
blanquea cuando pasa frente al arco, peligro para mí, he salido a destiempo,
cuando Carozo salva la situación sacando de voleo, un tiro bárbaro que toma de
sorpresa al otro arquero, que ni ve la pelota cuando pasa alta junto al poste
casi en el ángulo y se estrella no sé dónde y ya estamos uno a cero, nos
abrazamos con el Carozo y los negritos nuestros.
Chicos, no se ensucien, dice tía Lila debajo de la
magnolia. Y dentro de un rato vengan que vamos a rezar todos juntos por el tío
Jacinto que está muerto pobrecito.
Nosotros no queremos rezar ni que nos cuenten otra vez la
historia del tío Jacinto. Ya nos hemos olvidado de él. Sabemos que tenía
bigotes y usaba sombrero aludo porque así está en el cuadro, en la pared.
Es que el remolino lo hundió y lo devolvió tres veces a
la superficie, dice siempre tía Lila como si no lo supiéramos, mostrándonos
tres dedos blancos, y nadie fue capaz de alcanzarle un palo, una tablita al
pobrecito, y a la tercera no volvió a salir más.
Se ahogó por boludo, decimos siempre con Titilo. Nosotros
nos bañamos siempre en los remolinos, es mejor que en aguas mansas. Una se deja
llevar girando para abajo un par de metros, y en el fondo el remolino es un
puntito que no tiene fuerza, acaba en cero. Todo lo que hay que hacer es apoyar
un pie en el fondo y con el envión salir hacia el costado, y ya se está fuera
de la atracción del giro. Después nadar hasta la superficie, tomar resuello y
otra vez adentro. Como un tobogán, pero más divertido. El remolino no existe en
el fondo del río, todo el mundo lo sabe menos el tío Jacinto, claro. Y los que
estaban ahí mirándolo ahogarse se lo decían: haga un envión cuando esté abajo,
señor Jacinto, tenga en cuenta que el remolino lo llevará de abajo hacia arriba
tres veces solamente. Se lo decían con palabras y también con señas por si era
sordo, pero él nada. En vez de hacer lo que le decían, él también hacía señas
con los dedos, y nadie lo entendía por supuesto. Los otros le decían tres, tres
dedos le mostraban para que los mirase, y él también mostraba, cada vez que
salía, tres dedos, siete dedos, nueve dedos. Tres veces, le decían los otros,
pero él nada, haciendo su testamento, tres vacas, siete ovejas, nueve canarios,
todo eso se lo dejó a mi querido hermano Emilio. Los bigotes y el sombrero
chorreando. Tres veces te perdona el remolino. Pero él, nada. Y claro, a la
tercera vez el remolino se lo llevó al carajo. Entonces que se joda, decimos
siempre con Titilo.
Qué hacés, imbécil, me grita Carozo cuando me dejo meter
el gol, cuando no veo al sapo que pasa como un refucilo entre mis piernas, todo
por acordarme del tío Jacinto. Menos mal que es gol anulado, porque un pedazo
de la pelota entró en el arco pero hubo otro que pasó por fuera junto al poste.
Ahora la pelota es ésta, dice un negrito que se corta solo para el otro arco, y
cuando va a tirar sale Titilo, taponazo, se la quitan y a cambiar de sapo.
Titilo busca el empate como loco y como sabe que yo no sé
atajar pelotas altas se remuerde en un tiro muy elevado que pasa por encima del
travesaño; salto todo lo que puedo viendo que el sapo va derechito a lo del tío
Emilio, alcanzo a rozar la pelota con las uñas pero no hay caso, se me va,
girando como un remolino con la panza para arriba allá lejos se estrella contra
la jaula del Siete Colores de mi tío Emilio. Y enseguida la voz de tía Lila,
tan buena, tan creída, la voz que dice por amor del señor mis chiquilines,
dejen tranquilo ese sapito y vengan a rezar. Ella hablando de un sapo y
nosotros ya hemos usado como veinte.
Paren, penal, gritaron varios. Del penal del empate me
acuerdo muy bien. Discutían a ver quién lo pateaba. Era un sapo grande, gordísimo,
que no se quedaba quieto frente al arco mientras discutíamos. Lo ponían en su
sitio, sobre un montoncito de tierra, y él enseguida agarraba para el lado del
arroyo. Al final lo pateó el Titilo, como siempre. Volvieron a poner la pelota
en su sitio. Titilo lo miró, tomó carrera y se remordió en un tiro a media
altura que no pude atajar desgraciadamente, mientras oía el grito de tía Lila
como yéndose del mundo, cayendo en remolinos, mientras veíamos que su vestido
blanco cambiaba rápidamente de color, mientras oíamos su grito más bien suave,
como si fueran señas de gritos, más bien lánguidos, como si en vez de gritar
estuviese diciendo qué han hecho mis queridos, no se olviden que Dios y el tío
Jacinto los están mirando desde el cielo.
Gol, golazo, gritan Titilo y sus negritos, que se abrazan
con el Beto. Yo me retuerzo de bronca en el suelo, muerdo el pasto. Dejarme
meter el gol y además mancharle el vestido a tía Lila. Ahora ella va a pensar
que no la queremos. El vestido tan blanco, tan bordado, tan puntillas, entre
las dos mariposas ha reventado el sapo, a la altura del canesú alforzado del
vestido de tía Lila pavo real y escarapela.
Es molestísimo rezar cuando se suda a mares. Sudando es
imposible concentrarse en el retrato del tío Jacinto, alumbrado con velas.
Rezamos mirando de vez en cuando a tía Lila, que llora en enaguas lavando el
vestido en una palangana. Nunca sabremos si llora por su vestido o por el tío
Jacinto. Titilo reza mirando el retrato del difunto, pero los ojos le relumbran
de alegría. Yo rezo tratando de disimular la bronca que tengo todavía. Un
poquito más y lo atajaba, le agarraba una pata, qué se yo, lo echaba al córner.
Si me estiraba un poco ganábamos uno a cero.
El tío Emilio, que reza con nosotros como si contara
melones o cabritos. La tía Lila, que al siguiente verano habíamos olvidado como
al tío Jacinto porque después no volvimos a las sierras. La tía Lila, creyendo
en tantas cosas buenas. La tía Lila, que dicen que nunca pudo sacar del todo
las manchas de sangre que hicimos en su vestido blanco. La tía Lila, sin saber
que nosotros seguiríamos matando sapos.
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