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27 jun 2016

LA SENTENCIA, de Wu Ch'eng-en

Aquella noche, en la hora de la rata, el emperador soñó que había salido de su palacio y que en la oscuridad caminaba por el jardín, bajo los árboles en flor. Algo se arrodilló a sus pies y le pidió amparo. El emperador accedió; el suplicante dijo que era un dragón y que los astros le habían revelado que al día siguiente, antes de la caída de la noche, Wei Cheng, ministro del emperador, le cortaría la cabeza. En el sueño, el emperador juró protegerlo.
Al despertarse, el emperador preguntó por Wei Cheng. Le dijeron que no estaba en el palacio; el emperador lo mandó buscar y lo tuvo atareado el día entero, para que no matara al dragón, y hacia el atardecer le propuso que jugaran al ajedrez. La partida era larga, el ministro estaba cansado y se quedó dormido.
 Un estruendo conmovió la tierra. Poco después irrumpieron dos capitanes, que traían una inmensa cabeza de dragón empapada en sangre. La arrojaron a los pies del emperador y gritaron:

-¡Cayó del cielo!

Wei Cheng, que había despertado, la miró con perplejidad y observó:

-Qué raro, yo soñé que mataba a un dragón así.


20 jun 2016

ASIENTO 54, de Lily Chavez

Inclinado el cuerpo
la mirada
la mujer sube al colectivo
a duras penas
no puede con el dolor extenuante
que le aturde el cuerpo

suben los nietos
con sus bultos de infancia
la hija de cuarenta sujetando
el cansancio
depositan a la mujer en el asiento 54
a duras penas
a pena interminable
nadie sabe cómo interrumpir la imagen
(la solidaridad es una justicia
que se cubre los ojos)

10 jun 2016

ANTE LA LEY, de Franz Kafka


     Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta frente a este guardián, y solicita  que le permita entrar en la Ley. Pero el guardián contesta que por ahora no puede dejarlo entrar. El hombre reflexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar.

      —Tal vez —dice el centinela— pero no por ahora.
      La puerta que da a la Ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a un lado, el hombre se inclina para espiar. El guardián lo ve, se sonríe y le dice:
      —Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón también hay guardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo mirarlo siquiera.
      El campesino no había previsto estas dificultades; la Ley debería ser siempre accesible para todos, piensa, pero al fijarse en el guardián, con su abrigo de pieles, su nariz grande y aguileña, su barba negra de tártaro, rala y negra, decide que le conviene mas esperar. El guardián le da un escabel y le permite sentarse a un costado de la puerta.
      Allí espera días y años. Intenta infinitas veces entrar y fatiga al guardián con sus súplicas. Con frecuencia el guardián conversa brevemente con él, le hace preguntas sobre su país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y, finalmente siempre le repite que no puede dejarlo entrar. El hombre, que se ha provisto de muchas cosas para el viaje, sacrifica todo, por valioso que sea para sobornar al guardián. Este acepta todo, en efecto, pero le dice:
      —Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo.
      Durante esos largos años, el hombre observa casi continuamente al guardián: se olvida de los otros y le parece que éste es el único obstáculo que lo separa de la Ley. Maldice su mala suerte, durante los primeros años audazmente y en voz alta; más tarde, a medida que envejece, sólo murmura para si. Retorna a la infancia, y como en su cuidadosa y larga contemplación del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de piel, también suplica a las pulgas que lo ayuden y convenzan al guardián. Finalmente, su vista se debilita, y ya no sabe si realmente hay menos luz, o si sólo lo engañan sus ojos. Pero en medio de la oscuridad distingue un resplandor, que surge inextinguible de la puerta de la Ley. Ya le queda poco tiempo de vida. Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se confunden en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace señas al guardián para que se acerque, ya que el rigor de la muerte comienza a endurecer su cuerpo.

4 jun 2016

¿DÓNDE VAS? ¿DÓNDE ESTUVISTE? de Joyce Carol Oates


Para Bob Dylan

Se llamaba Connie. Tenía quince años y la costumbre rápida, risueña y nerviosa de estirar el cuello para mirarse en un espejo al pasar, o de investigar las caras de los demás para asegurarse de que la suya estaba bien. Su madre, que se daba cuenta de todo y lo sabía todo y que no tenía muchas razones para seguir mirando su propia cara, siempre la regañaba por eso. “Deja de pavear. ¿Quién te crees que eres? ¿Te crees tan bonita?”, le decía. Connie arqueaba las cejas frente a esa queja conocida y la miraba como si fuera invisible, la mirada perdida en una visión oscura de sí misma tal cual era en ese momento: sabía que era bonita y no había más que hablar. Su madre lo había sido también en algún momento, si podías creerle a esas fotos viejas del álbum, pero ahora su atractivo se había ido y por eso siempre se ensañaba con Connie.
“¿Por qué no puedes mantener tu cuarto limpio como tu hermana? ¿Con qué te peinaste? ¿Qué es eso que huele tan mal? ¿Espray de cabello? No veo a tu hermana usando esa basura.”
Su hermana June tenía veinticuatro años y todavía vivía en casa. Era una de las secretarias en la escuela secundaria de Connie, y como si eso no fuera suficiente —tenerla en el mismo edificio—, June era tan poco atractiva y gorda y predecible que Connie tenía que oír el sinfín de elogios que le dedicaban su madre y sus tías. June hizo esto, y aquello, y June ahorró dinero y ayudó a limpiar la casa y cocinó y Connie no hizo nada; claro, con esa mente llena de sueños baratos que tiene. Su padre estaba en el trabajo todo el día hasta tarde, y cuando llegaba a casa quería cenar y leer el periódico en la mesa y después irse derecho a la cama. No se molestaba mucho en hablar con ellas; pero alrededor de su cabeza inclinada sobre el periódico su madre la seguía asediando hasta que Connie deseaba que se muriera y morirse ella misma y que todo se terminara de una buena vez. “Me dan ganas de vomitar a veces”, se quejaba con sus amigos. Tenía una voz aguda, divertida, sin pausas para respirar, que hacía que todo lo que decía sonara un poco forzado, sin importar si era sincero o no.
Al menos una cosa estaba bien: June salía mucho con sus amigas, chicas tan poco atractivas y gordas como ella, con lo que al menos su madre no le ponía peros cuando Connie quería hacer lo mismo. El padre de su mejor amiga las llevaba en el coche las tres millas hasta el pueblo, y las dejaba en un centro comercial para que pudieran recorrer las tiendas o ir al cine, y cuando volvía a recogerlas a las once de la noche nunca se preocupaba en preguntar qué habían hecho.
Deben haber sido una visión conocida, paseando por el centro comercial en sus pantalones cortos y zapatillas chatas de bailarina chocando contra la acera, sus pulseras de colgantes tintineando en sus muñecas delgadas; inclinándose una sobre el oído de la otra para susurrar y reírse en secreto cuando pasaba alguien que les divertía o interesaba. Connie tenía el pelo largo y rubio oscuro que atraía las miradas de todos, parte recogido en un gran bucle sobre su cabeza, el resto cayendo sobre su espalda. Llevaba una blusa de jersey sin botones que se veía de una manera en casa y de otra totalmente distinta afuera. Todo acerca de Connie tenía dos caras, una para su casa y otra para cualquier otro lugar que no lo fuera: su manera de caminar, a veces infantil, como rebotando, a veces bastante lánguida como para que alguien pensara que estaba escuchando música en su cabeza; su boca, pálida y en una mueca un poco sarcástica la mayor parte del tiempo, y que se volvía brillante y rosada durante estas salidas nocturnas; su risa, cínica y cansina en casa —Ja, ja, muy gracioso— pero aguda y nerviosa en cualquier otro lugar, como el tintineo de los dijes de su pulsera.
A veces iban de compras o al cine, pero otras veces cruzaban la carretera, esquivando rápidamente los coches de la calle transitada, a un restaurante drive-in donde iban los chicos más grandes. El restaurante tenía la forma de una enorme botella, aunque más chato y ancho que una botella real, y sobre el tapón giraba la figura de un niño sonriente sosteniendo una hamburguesa en alto. Una noche de verano cruzaron, quedándose sin aliento por su propia audacia, y enseguida alguien se asomó por la ventanilla de un coche y las invitó a subir, pero era solo un muchacho de la escuela que no les gustaba. Les hizo sentir bien poder ignorarlo. Siguieron a través del laberinto de coches en movimiento y estacionados hasta el restaurante muy iluminado y lleno de moscas, sus rostros satisfechos y expectantes, como si entraran en un edificio sagrado irguiéndose frente a la noche para darles el refugio y la bendición que anhelaban. Se sentaron al mostrador, las piernas cruzadas a la altura de los tobillos, sus pequeños hombros rígidos de la emoción, y escucharon la música que hacía que todo estuviera bien: la música siempre en el fondo, como en misa; algo en lo que se podía confiar.
Un chico llamado Eddie entró para hablar con ellas.