Nunca iba a conocer el Museo del Prado, a eso lo sabía, si la última vacación pasada, aunque desastrosamente, fue con su esposa en Los Hornillos, todo un lujo. Pero en su obligada austeridad se permitía el derroche de Internet. Podía describir cada cuadro de sus salas, aunque últimamente quería ver sólo los de Gauguin. Necesitaba encandilarse de emoción, pero nada, ésta permanecía adormilada, no reaccionaba ¿cómo podía no captar la esencia de la belleza, él un ser tan sensible? ¿ se negaba a rebelarse en una pantalla?
Había una razón: a pocas cuadras de su casa estaba esa copia oscura, que se convirtió en libidinosa fuente de sus placeres más ocultos. Casi tres meses desde el día en que, para matar el tiempo de regreso a su casa vacía, había entrado al anticuario atraído por el relumbrón de una luna de cristal biselado. Y tras el laberinto que formaban los muebles arrinconados, el cuadro apoyado en un baúl Buitton de dudosa antigüedad.
Es una copia de Gauguin, dijo el anticuario, pésima por cierto, lo valioso es el marco, fíjese.
No más mirar el cuadro y convertirse en obsesión, amó a primera vista a esa mujer morena retratada; él conocía a esa mujer, le traía reminiscencias de momentos tan intensos como lejanos. Obviamente, no podía ser: la modelo era del siglo XIX. La mujer miraba al niño, de cuclillas a su lado. Junto a ellos, un moreno bebía algo en un cuenco de barro. Por detrás, el mar, una isla y unas palmeras lejanas.
En más, pasó todos los días a mirarla. Algo tenía, la expresión tal vez, que le daba la certeza de que había sido suya: sentía la piel porosa y mate bajo sus dedos, era extraño pero esa mujer le pertenecía del algún modo, total e íntimamente. Escudado en el improvisado cuarto de paredes de madera celebraba el amor con la mirada fija en ese rostro amado hasta quedar exhausto. Después, llegaba a su casa, miraba el original por Internet y era sólo una imagen detrás de un vidrio, nada.
¿No se decide? solía decirle el vendedor a visitante tan frecuente, ponderando el dorado a la hoja del yeso descascarado del marco. No todavía, contestaba él y esperaba con fastidio que algún cliente entrara al negocio, quedar a solas con la pintura, firmada por un tal Federico D, copia que, lejos de despertar las finas cuerdas de su sensibilidad artística había animado una brusca revulsión en sus sentidos.